Y a las abogadas ¿nos hace justicia el derecho?
- Maricarmen Rivera/ Opinando en 'cosas de señores'
- 7 mar 2021
- 5 Min. de lectura

De diecisiete materias en la maestría, solo tuve una impartida por una maestra. Básicamente mi formación profesional ha estado en manos de hombres en el mundo del derecho.
Y no es queja, pero debería. ¿Será que no tuve más maestras porque, aún teniendo coordinadora y directora, las mujeres profesionales no nos reconocemos y no nos vemos? O no escribimos. O no nos citamos y referenciamos. O ni nos conocemos.
Justo así se reproduce y se sustenta el patriarcado. También en el derecho y sobre todo en el derecho.
En los números, todo indica que las mujeres con estudios universitarios aumentamos. Muchas estamos en las aulas -ahora en las virtuales-, algunas menos en las titulaciones y muchas menos en los despachos a cargo de la estrategia legal o en las dependencias en la toma de decisiones.
La mayoría somos operadoras eficientes de las normas, excelentes organizadoras de expedientes, escritoras y correctoras, y rescatadoras de acuerdos en plazos desesperados. De la disparidad de remuneraciones ni hablamos.
Es claro que las brechas -todas- se sustentan y explican desde estereotipos sexistas, convenciones sociales y discriminación. Y como nos formaron para ser defensoras de instituciones, pues he ahí.
No se concibe la justicia fuera del derecho. Y ese es nuestro problema.
Si a ti como a mí te enseñaron que el derecho viene perfecto desde Roma, que se nombra en latín para mayor precisión y que hay normas plus quam perfectae; no me extraña que igual que yo, estés sin querer, reproduciendo y sustentado el patriarcado desde tu ejercicio profesional.
Después de todo, siete años de licenciatura y maestría no solo conviviendo con la teoría y las normas sino empeñadas en aprenderlas y usarlas, no son fáciles de ignorar. Porque si no es machismo, es la naturaleza misma del derecho. Y nos enseñaron, incluso, a prescindir de la realidad a la hora de aprenderlo.
Pero las perfectas reglas y el perfecto equilibrio teórico de las instituciones no hacen espejo con la cotidianeidad. ¿La igualdad constitucional, esa que se afirma con vehemencia, cómo será en el mundo real?
Aprendimos en el derecho sucesorio que las mujeres casadas mayores de edad podrían por excepción ser albaceas sin la autorización del esposo. En el familiar, que las mujeres, cuidadoras por mandato y por estereotipo, se hacen cargo de los hijos a la hora de los divorcios. Porque sí. El derecho penal cuidaba honor de los maridos y por uxoricidio se atenuaba la sanción por el asesinato de una mujer “infiel” a manos del “agraviado”. Y levantamos una ceja sorprendidas, pero lo aprendimos como parte del sistema.
Apenas en el 2005, la Suprema Corte de Justicia de la Nación interpretó con claridad que sí existe la violación en el matrimonio, y que ese abuso -que es delito-, bajo ninguna circunstancia es un derecho de los hombres casados. Mientras lo escribo, me alegro de que hoy suene tan aberrante, como siempre lo fue.
Aunque es cierto, como podrá advertirse, que yo estudié derecho hace ya muchos años. Me gradué y me titulé antes de esta jurisprudencia.
Desde entonces, muchas reformas han pasado, la convencionalidad rebasó al legalismo y se resignificaron los derechos humanos para hacerlos presentes en la vida como el pináculo del pensamiento humano y un modelo aspiracional. En algunas universidades ya se imparte la clase de derecho y género.
Pero ¿sirve de algo si en todas las otras materias seguimos reproduciendo y sustentando las instituciones romanas llenas de sesgos sistemáticos y normalización de la no igualdad de la mujer? Por supuesto que sirve. Pero no es suficiente.
No puede ser suficiente ninguna reforma que someta un nuevo mecanismo al mismo modelo que nos muestra una y otra vez que no alcanza.
El feminismo, como movimiento que busca señalar injusticias que desproporcionadamente padecen principalmente las mujeres y que se justifican en la diferencia biológica, nos ha ido rescatando del equívoco. Hoy, desde los feminismos jurídicos, las abogadas buscamos las puertas de salida y no los asientos de permanencia.
Pero las leyes no son suficientes. El derecho no alcanza si no transforma.
Pensemos, por ejemplo, en el tema del momento: la paridad en materia electoral. La Constitución garantiza hoy la participación política de las mujeres. Y la terca realidad, lo único que garantiza, es que las mujeres no alineadas seguimos enfrentadas con los modelos, los partidos, los dirigentes y con las aspiraciones incompatibles. Por cierto, que la violencia política en razón de género también es ya un delito.
Igual que el acoso, igual que la violencia en la pareja, igual que el feminicidio. Lo que habla del problema de violencia y de la impunidad en el país que es brutal. Pero la evidencia muestra que tipificar todas estas violencias que se cometen en contra de las mujeres no ha servido de mucho.
Incluso en nombre de las mujeres y tal vez con buena intención, recientemente se amplió el catálogo de la prisión preventiva oficiosa para el feminicidio, legitimando una figura lesiva de los derechos que ni siquiera debería estar en la Constitución que defendemos.
Y entonces, habría que preguntarse si los mecanismos que estamos habilitando en el mismo cuadrado del sistema tradicional llegarán a la meta. En un sistema que revictimiza, duda, no funciona para la mayoría de las mujeres y no mira la interseccionalidad, es necesario preguntarse cómo operan en la realidad esas reformas y si funcionan para lo que queremos, a quién ayudan y a quién y cómo le afectan.
Afortunadamente, no todo es el derecho penal. Repensemos entonces a los tribunales, a las universidades, la política de armas, la de drogas. A la familia y sus instituciones. El sistema nacional de cuidados y las pensiones. Lo laboral y las remuneraciones. La justicia restaurativa y por qué no, la transformativa.
Pensemos seriamente en esa apuesta de los feminismos jurídicos contemporáneos para que se generen respuestas fuera del modelo penal, centradas en las personas -la víctima y la agresora- y en reformar más allá de ellas lo que en nuestra sociedad, en nuestros modelos familiares y personales permite la violencia.
Pensemos seriamente qué facilitamos y a quién ayudamos en nuestro ejercicio cotidiano.
Hagámoslo juntas. Porque el sistema también continúa de pie si no nos miramos y nos reconocemos, si no transformamos juntas la colectividad y trascendemos la individualidad.
A las abogadas, que primero somos mujeres, no nos hará justicia el derecho si no lo transformamos primero para hacernos justicia.
Maricarmen Rivera estudió derecho una vez y luego lo volvió a hacer. A su paso se encontró también con la función pública, los derechos humanos, las políticas públicas y la perspectiva de género. Constitucionalista que lucha por entender y darse a entender.
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